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Así he seguido para ustedes, mis distinguidos lectores, la interminable campaña presidencial que concluyó el pasado domingo con la posesión de Gustavo Petro.
Pero como pertenezco al grupo poblacional que pagará la próxima reforma tributaria y mis costillas aún no se han acostumbrado al perrero jaramillista, nunca llegó la invitación. Los botines Ferragamo se quedaron esperando su segundo debut y tuve que resignarme a tomar nota frente al televisor adquirido el último día sin IVA de la Historia.
Me gustó la ceremonia de posesión. Su talante incluyente y macondiano. La Plaza de Bolívar abarrotada con 50.000 almas venidas de todos los rincones del país a presenciar el tradicionalmente aburrido acto protocolario. Pero nada más alejado del tedio fue lo que vivimos en ese evento cargado de música de alas de mariposas multicolores, sorpresas y símbolos, algunos involuntarios, otros transmitiendo mensajes opuestos al que sus emisores querían expresar.
Las masas aplaudían, a rabiar, a Francia Márquez, la vicepresidenta de los “nadies”; abucheaban a la Procuradora de los Char y a Pipe Córdoba, esos cazatalentos entre la parentela de las altas cortes y el Congreso. El zenit lo vivimos cuando Petro dio la contraorden de que le trajeran la espada de Bolívar y en la multitud estalló un intimidante grito de guerra. Entretanto el expresidente Duque, en un inopinado arrebato santanderista, le exigía al recluta del batallón Guardia Presidencial que se comunicara primero con La Previsora, Compañía de Seguros, para verificar la autenticidad de las pólizas, no fuera a ser que en el trayecto entre Palacio y el Capitolio nos abudinearan, otra vez, el histórico sable.
La corbata negra del presidente Petro evocando a sus compañeros caídos, en la que reparé cuando la senadora María José Pizarro, lavada en llanto, le impuso la banda presidencial. La luctuosa prenda no armonizaba con el traje azul marino, pero sí con el enterizo blanco con casulla papal de la primera dama, que extravió el coqueto solideo en su segundo mapalé. Y no era para menos que doña Verónica pasara de la nostalgia al gozo, al presenciar el desahucio de ese cortejo de sergistas, que durante el empalme chicaneaban sus credenciales de ingreso vitalicio al Santiago Bernabeu, cortesía de Sacyr. Una fúnebre procesión de viudos del poder que despertó la solidaridad de mis hermanas uribistas, a quienes sádicamente recité: “¡Oh las sombras enlazadas! ¡Oh las sombras que se buscan y se juntan en las noches de negruras y de lágrimas!…” “¡Y eran una sola sombra larga …!”
Mientras tanto, la plebe cantaba y danzaba la pegajosa guaracha que estuvo de moda un año atrás: “Una mañana, he despertao, y Duque chao, chao, chao, una mañana, he despertao, y hemos sacado al impostor. Oh colombiano. Vamo’ a la lucha, y a Duque Chao, Duque Chao, Duque Chao, Chao Chao. Oh colombiano. Vamo’ a la lucha. ¡Vamo’ a salvar nuestro país!
--¡Ni tanto honor ni tanta indignidad!, --protestó mi señora.
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