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Porque con ella, y los motores de explosión y eléctricos que vinieron luego, las herramientas se convirtieron en máquinas-herramientas, se multiplicaron por mucho las fuerzas motrices y se disparó la productividad del trabajo y su capacidad para generar riqueza. Basta con comparar la producción del maestro artesano, el aprendiz y sus escasos instrumentos con la de las fábricas y sus numerosos trabajadores. Y van dos siglos más de infinidad de avances científico-técnicos que elevan y elevan la productividad del trabajo.
Se comprende menos que sin unas transformaciones económicas y sociales anteriores, el poder de la máquina de vapor no habría sido efectivo, porque ella solo tiene sentido si se usa para producir a escalas mayores y para grandes mercados, mediante una numerosa fuerza laboral concentrada y organizada bajo una misma dirección técnica, es decir, dentro de las organizaciones poseedoras de importantes recursos económicos y de todo tipo que llamamos empresas, las cuales también aparecieron en el resto de la economía. Sin negarle su importante contribución a la riqueza y el empleo que se crean a menor escala, por ejemplo, con campesinos y otras formas de trabajo personal o familiar, la economía empresarial resulta insustituible para abastecer a 7.700 millones de personas.
Al mismo tiempo, las relaciones laborales evolucionaron de ser exclusivamente brutales a unas más civilizadas –aunque no han desaparecido las bárbaras–, por las luchas democráticas de los trabajadores y porque grandes poderes comprendieron que la mayor capacidad de compra de las gentes favorecía los negocios. Y los trabajadores y sus dirigentes entendieron que era imposible hacer de cada persona un empresario y que entre sus intereses, además de las mejores condiciones laborales, debe estar que las empresas prosperen y no se cierren, porque ellos mismos pierden sus empleos e ingresos. Así pues, y no obstante las naturales contradicciones, los asalariados tienen con el empresariado esa coincidencia fundamental, que por razones obvias debe ser parte de los acuerdos nacionales.
El debate sobre las empresas no reside entonces en si deben existir o no, sino en cuáles deben ser sus características para que operen de la mejor manera. Y si esto es así, ¿cómo está Colombia? ¿En el primer nivel del mundo o padecemos por otra lamentable mediocridad nacional? Aunque no hay estadísticas precisas, prueban el subdesarrollo de la economía empresarial del país lo escaso del producto por habitante, del consumo de electricidad y del nivel científico-técnico, así como el exceso de importaciones y la escasez de las exportaciones, muy concentradas además en materias primas.
Son también prueba reina del atraso de la economía empresarial y de todo orden el alto desempleo y que la OIT calcule la informalidad –¡antes del Covid-19!– en el 60 por ciento, en tanto en Alemania llega al 10 por ciento. Y más diciente aún es que apenas cotiza para pensiones el 31 por ciento de la fuerza laboral.
Se vuelve clave entonces comprender el porqué de esta situación, la base para poder modificarla. Y solo hay dos posibilidades: la primera predica de frente o solapadamente, dentro de la idiotez racista, que empresarios y trabajadores no desarrollan a Colombia por brutos, vagos y otros defectos. Y la segunda denuncia con pruebas que las políticas oficiales nunca se han propuesto, de verdad, convertir su economía en una de primer nivel, aprendiendo de la experiencia de los países que sí lo han hecho. Y esto sí que ha sido cierto en los últimos 30 años.
Debe por tanto avanzarse en un pacto nacional a partir de dos ideas. Reconocer que Colombia va mal, funcionando muy por debajo de su potencialidad, y con tendencia a decaer aún más, incluso desde antes del duro golpe de la pandemia. Y diseñar políticas de cambio procurando que sean en especial la industria y el agro los que jalonen el crecimiento del empleo formal y del ahorro interno a las tasas suficientes para poder escapar de la trampa del atraso, el desempleo, la pobreza y la desigualdad social en la que estamos presos.
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