Nadie nace corrupto, pero el poder corrompe…

Luís Alonso Colmenares Rodríguez

No se necesitan milagros, sino voluntad y compromiso de todos para romper con el ciclo de impunidad y recuperar la confianza en un sistema que representa a los ciudadanos sin ninguna exclusión.
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Nadie nace corrupto, pero decir "el poder corrompe" es más que un axioma; en el contexto colombiano, parece una trágica realidad cotidiana cuando se observa que quienes llegan a los cargos públicos traicionan los principios de servicio y responsabilidad que deben caracterizarlos. Este fenómeno no solo involucra a funcionarios corruptos, sino también a una cultura política que normaliza y justifica el abuso de poder como un efecto secundario del liderazgo. Así, se ha creado una impunidad tácita que permite a quienes ostentan el poder actuar sin consecuencias.

Nadie puede decir que todos los guajiros son corruptos, porque sería una injuria irreparable. Pero los hechos demuestran que la corrupción está presente en todos los niveles de la administración pública de La Guajira.

¿Cuántos hay que se crían con toda clase de limitaciones, pero que, de un momento a otro, tienen la oportunidad de llegar a un cargo público y, al poco tiempo, ya se pavonean con un carro de alta gama, fiestas fastuosas, grandes mansiones y vestidos de marca? ¿Y todo eso, de dónde salió de la noche a la mañana?

Los recientes escándalos de carrotanques, jagüeyes, ollas comunitarias, alimentación escolar, desfalcos, favoritismos y contratos amañados ya no sorprenden a la opinión pública.

Un caso emblemático es el manejo de las regalías, un sistema diseñado para impulsar el desarrollo en departamentos como La Guajira, donde la pobreza es alarmante. Algo similar sucede con las transferencias para los resguardos indígenas. Sin embargo, estos recursos son desviados en contratos opacos y políticas mal planificadas. Lo que debería ser una herramienta para mejorar la vida de las comunidades se convierte en una cadena de intereses particulares por encima del bienestar colectivo. La realidad es cada vez más evidente: obras inconclusas, hospitales sin recursos y niños muriendo por causas evitables.

Esta situación refleja una complacencia generalizada frente a la corrupción: en lugar de rechazarla categóricamente, se justifica con frases como “así funciona el sistema” o “todos lo hacen”. Cuando alguien denuncia las injusticias o exige cambios, buscan la forma de silenciarlo o rechazan cualquier cuestionamiento en lugar de asumir la crítica como algo constructivo.

Los mecanismos de control también son débiles y, muchas veces, están infiltrados por los mismos vicios que deberían combatir, perpetuando un ciclo de corrupción donde quienes logran encubrir sus delitos consolidan su poder, financian sus campañas y aseguran lealtades estratégicas. Así se forma una élite que controla los recursos y las oportunidades en el departamento. En este contexto, la alternancia política se convierte en un espejismo: aunque los ciudadanos voten, el poder real permanece en las mismas manos.

Además de la corrupción, existe una desconexión entre las prioridades de la clase política y las necesidades de los ciudadanos. Problemas fundamentales como el acceso a la salud, la educación, el agua potable y la seguridad no parece que fueran prioritarios para quienes toman decisiones. Estos temas se utilizan como discursos durante campañas políticas, pero se olvidan cuando alcanzan el poder. La ciudadanía percibe a sus líderes como una casta distante e incapaz de representarla o responder a sus demandas. Pero no pasa nada.

La pregunta clave es: ¿Será posible ejercer el poder sin corromperse? El poder no tiene que corromper; lo que realmente corrompe es la falta de límites efectivos y la permisividad frente al abuso.

No basta con castigar a los corruptos; Se requiere construir una cultura de responsabilidad y transparencia en todos los niveles de la administración pública. Esto implica fortalecer los mecanismos de control, promover la rendición de cuentas permanente y exigir coherencia entre promesas y acciones.

La democracia no puede ser solo una formalidad; debe garantizar que el poder sea controlado para servir al bien común. Es una tarea difícil, pero no imposible. No se necesitan milagros, sino voluntad y compromiso de todos para romper con el ciclo de impunidad y recuperar la confianza en un sistema que representa a los ciudadanos sin ninguna exclusión.

Hay que establecer controles efectivos y recuperar la esperanza en un liderazgo comprometido con el bienestar general. Solo así será posible reconstruir el departamento de La Guajira para que el ejercicio del poder esté al servicio del bien común y no de los intereses particulares de una casta corrupta. 

Y como dijo el filósofo de La Junta: "Se las dejo ahí...”

Luis Alonso Colmenares Rodríguez

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