Recientemente, la denuncia de acoso sexual a su secretaria privada ha puesto en el centro del debate nacional al defensor del Pueblo, Jorge Armando Otálora. Y no es para menos, toda vez que precisamente el acusado representa la entidad encargada de velar por “la efectividad de los derechos humanos de los habitantes del territorio nacional, en el marco del Estado Social de derecho democrático, participativo y pluralista”, según reza en su misión institucional.
El país espera que las investigaciones que hacen las autoridades competentes determinen la inocencia o culpabilidad de este poderoso funcionario. Aunque vale la pena decir que, mientras la doctora Cristancho ha mostrado más elementos probatorios de su denuncia, hasta ahora los argumentos defensivos de Otálora han sido pobres y difícilmente comprobables. Hasta los ministros que ha mencionado como testigos del romance han salido a desmentir las afirmaciones emitidas por el Defensor.
Pero lo que quiero resaltar en esta columna no es el caso en sí, sino lo que ha despertado; o mejor, lo que ha puesto en evidencia una vez más: Colombia es todavía un país profundamente machista. Luego de conocerse la columna del periodista Daniel Coronell, la cantidad de comentarios de esta naturaleza inundó las redes sociales. Desde aquellos que intentaban relacionar el acoso con el pasado de la doctora Cristancho como señorita Cundinamarca -como si este hecho le restara en sí mismo credibilidad a la denuncia o justificara el acoso- pasando por los mensajes dirigidos a insinuar que la víctima se lo hubiese merecido por tener una particular belleza, hasta los comentarios en los que se lanzaba la hipótesis de que la acusación era una retaliación de la mujer por haberse visto obligada a renunciar, entre otras cosas, debido al acoso laboral del que fue víctima.
La matriz de todos estos comentarios es la misma: insinúan, suponen, establecen que la mujer merece este tipo de tratos. Así las cosas, ella tendría que estar sometida pasivamente a las obsesiones de un personaje oscuro pero poderoso, porque de lo contrario esto sería síntoma de antipatía.
Algunos se preguntaron cómo fue posible que un personaje de este talante llegase a ocupar tan alta dignidad. Más allá de las componendas y el manejo politiquero y amañado que se le da a estas designaciones -el defensor es elegido por la cámara de terna presentada por el Presidente- pienso que, infortunadamente, la designación de Otálora es reflejo del colombiano promedio: machista, instrumentalizador de las mujeres; aún predomina en la sociedad colombiana esa idea según la cual la mujer es un adorno, o en el mejor de los casos el “complemento del hombre”, versión sofisticada del mito de la costilla de Adán. Este funcionario se parece más de lo que creemos al colombiano del común.
Pero este hecho también nos recuerda que, más allá de los avances normativos recientes en encaminados a proteger de manera diferencial los derechos de las mujeres, el rezago entre el propósito de la ley y el comportamiento real y cotidiano de muchos colombianos es enorme. Por supuesto que debe reconocerse que la legislación vaya en la dirección correcta de favorecer la defensa de los derechos de las mujeres, pero es necesario recordar también que las normas no necesariamente crean las costumbres, sino que en muchos casos es todo lo contrario.
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