En los últimos años, en el marco del desarrollo normativo de la Constitución de 1991, se han presentado importantes avances legales en cuanto a la protección y fomento de los derechos de la población Lgbti; de igual forma, en varias ciudades del país, se han venido adoptando políticas públicas de inclusión social, con desarrollos relativamente importantes en algunos casos y con estancamientos importantes en otros.
No obstante, aún ronda en el ambiente sociocultural una profunda homofobia, que resulta ser la otra cara de la moneda de una sociedad patriarcal, heteronormativa, machista, donde no hay cabida a otras formas de expresar la masculinidad, que no sean las que cumplen los estándares establecidos por la separación básica –y anacrónica- entre hombre y mujer.
Precisamente, en Ibagué el panorama no es alentador. De acuerdo con la información derivada de la Encuesta de Percepción Ciudadana del año 2015, presentada el año anterior por el Programa Ibagué Cómo Vamos, apenas el 23% de los ciudadanos muestran respeto por la población Lgbti. Ibagué es una ciudad homofóbica.
Esta homofobia se manifiesta de diversas formas. De un lado, está aquella homofobia directa, palpable, procaz, ligada a los casos de matoneo, discriminación pública, comentarios y acciones violentas o actitudes desobligantes. Lo preocupante es que en algunos casos, dentro de los victimarios tenemos que incluir a funcionarios o autoridades llamados a preservar los derechos de la ciudadanía, como algunos elementos policiales o incluso el mismo Procurador General, Alejandro Ordóñez.
No obstante, lo problemática que resulta esta forma directa de homofobia, quiero llamar la atención sobre otra que, a mi juicio, a veces resulta más odiosa y más dolorosa, porque en muchos casos los protagonistas son familiares o amigos y personas cercanas a la víctima. Me refiero a una especie de homofobia indirecta, velada, camuflada en no pocos casos con comentarios aparentemente “tolerantes”. Frases como “no tengo problema con que usted sea gay siempre y cuando no se meta conmigo” o “yo no soy homofóbico, pero…”, hacen parte del repertorio, cuando de lo que se trata es de ocultar la discriminación que se pretende llevar a cabo. Esto resulta muy perturbador, pues conduce en muchos casos a escenarios de depresión, baja autoestima e incluso conductas suicidas.
Independientemente de la forma específica que asuma este discurso discriminador, de odio, infortunadamente en algunas ocasiones logra su cometido: en el plano social, seguir reproduciendo los estándares de la sociedad machista y heteronormativa y en el ámbito individual, hacer que una persona homosexual se sienta culpable por ser como es, cerrando la posibilidad de reconocerse como ser humano, como ciudadano sujeto de derechos y como individuo con la capacidad para amar o compartir su vida sin la necesidad de esconderse o simular un estilo de vida socialmente aceptado. La polémica reciente ligada al video donde aparece el exviceministro Ferro teniendo una conversación de contenido sexual con otro hombre -titulada por algunos medios como “escabrosa” o “escandalosa”- muestra de forma palpable hasta dónde puede llegar la presión social para esconder la orientación sexual. Por ello, el primer paso que debemos dar para empezar la tarea individual de autoaceptación es la lucha frontal contra la culpa autoinfligida. A partir de allí, puede fortalecerse la batalla social contra la homofobia.
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