El conflicto político y social del Medio Oriente siempre ha sido para mí un galimatías. No puedo entender cómo unos seres humanos, por convicciones religiosas, vivan matándose desde tiempos inmemoriales, antes de Cristo y después a nombre de Él y de Mahoma, hasta nuestros días, cuando a diario mueren palestinos y judíos porque no se toleran, porque se vulneran mutuamente sus derechos, sus propiedades, sus creencias.
Como sucede en Colombia, guardadas las proporciones, sólo que nosotros llevamos algo más de dos siglos de injusticias y masacres fratricidas mientras que en Palestina son dos naciones enfrentadas a sus odios y rencores, que se remontan a la escritura de la Biblia.
De ahí que para mí haya sido una revelación encontrar en una obra literaria la claridad necesaria para entender, desde lo histórico y por supuesto desde la ficción, ese conflicto palestino-israelí.
Se trata de la novela “Dispara, yo ya estoy muerto”, de la escritora española Julia Navarro, madrileña para más señas, en la cual pude atravesar el conflicto palestino-israelí desde sus inicios hasta nuestros días, entender la posición de unos y otros y concluir que, por más que se quiera, el perdón y el olvido son utopía. Puede que se logre de manera protocolaria pero, en el fondo de cada víctima, siempre habitará el rencor y el deseo de venganza.
A través de la historia de dos familias, los Zucker, judíos, y los Ziad, musulmanes, y sus circunstancias paralelas, puede el lector desentrañar el fanatismo religioso de los musulmanes y el sentido práctico de los judíos, en principio más cercanos a la convivencia que a la destrucción del otro, del diferente.
Pero esa es la historia por la que durante tantos años se han exterminado judíos y palestinos, cristianos y musulmanes, cuando, desde antes del holocausto, hubieran podido compartir el territorio como una sola patria.
La novela es bastante voluminosa y hay momentos en que fatigan las disquisiciones políticas porque detienen el relato de las acciones de los personajes. Es claro que la toma de posición frente a la vida debe extraerlo el lector de la conducta de cada uno y no de las explicaciones, a veces inevitables, que pueda dar el narrador.
Tres generaciones transcurren a lo largo de las novecientos cinco páginas. Mucha angustia nos transmite la autora con un lenguaje preciso, sin dificultades técnicas, más allá de la terminología religiosa de cada comunidad, y esta cualidad nos atrapa para no escatimar el tiempo que nos lleva recorrer el extenso y abrumador cúmulo de páginas de la obra.
Por eso siempre he dicho que la ficción es una manera mucho más grata de conocer la historia, más allá de la fría y necesaria presentación de la academia.
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