No pretendo una sentencia de tono catastrófico al afirmar que se ha precarizado el debate político en el país: no creo que se trate de un estado definitivo, terminal e inmutable, creo irreductiblemente que dentro de la infinita trama de circunstancias que condicionan la psicología humana y la psicología de los pueblos, siempre hay por lo menos una brizna de posibilidad para la libertad y para que ésta sea ejercida de manera consciente y responsable.
También creo que todo lo que acabo de decir y lo que diga en adelante responde a una subjetividad mía, tan digna como yo la quiera hacer sentir y reivindicar, tan digna como aquella que el lector pueda tener cuando aborda este texto; no se trata de que una u otra subjetividad se imponga a riesgo de aniquilar la otra, por el contrario, se trata de propiciar un ambiente de conversación creativa, una cópula de significados diversos que animada por una vocación de transformarse en comunicación asertiva, comunidad de propósito y comunión de espíritu.
Los insultos, las descalificaciones a las personas y los grupos humanos, las manipulaciones, las descontextualizaciones, las groserías, las reiteradas rectificaciones que deben hacer conspicuos protagonistas de la vida política colombiana por haber proferido palabras injuriosas hacia sus adversarios, la omisión de unas tildes, los fake news, el apresurado y desproporcionado sardonismo, la irreverencia ramplona, la violación de las leyes, la transgresión de las reglas, las vivezas de bobos, aportan a esta precarización del debate político.
En mayor o menor medida, a cada uno de nosotros le cabe responsabilidad en este estado de cosas comunicacional y, en la misma proporción, le cabe la posibilidad de ser parte activa en la solución. Así como el grado de armonía de nuestros pensamientos personales y colectivos condiciona el grado de estética de las palabras y los símbolos con los que nos comunicamos, la estética de nuestras palabras y símbolos comunicacionales condicionan la ética de nuestras acciones ulteriores, acciones que, a fuerza de repetirse, van creando hábitos, hábitos que devienen en carácter, carácter en el que se juegan los destinos de las personas y de las comunidades.
Propongo como esfuerzo que cada uno de nosotros en su cotidianidad, en la privacidad de sus actos, en proporción al grado de responsabilidad que le corresponda en asuntos públicos y políticos del país, suscriba un pacto íntimo, de obligatorio cumplimiento consigo mismo, que ayude a enaltecer el debate político y contribuya a que nuestras palabras, mínimo, no sean fuente de violencia física ni simbólica hacia otros, y si podemos hacer más, que nuestras palabras ayuden a vivificar y materializar, física y simbólicamente, la dignidad de las otras personas, sobre todo, de esas otras personas que no piensan, no sienten, no miran el mundo como lo hacemos cada uno de nosotros.
Que sea este un propósito con nuestra familia, con nuestros vecinos, con lo que escribimos, con lo declaramos en espacios cotidianos, en medios públicos, en redes sociales, un pacto por la estética y la ética de nuestro discurso y nuestra acción política. Que humilde y gran contribución haríamos con ello a la construcción de paz y a la reconciliación de Colombia.
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