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Y cómo en pleno ejercicio de tan surrealista pasatiempo, Gabo le había seguido la corriente al mas hermoso de todos ellos, que podría bautizarse como el presagio del tren amarillo, “algo así, como el tren de juguete que todos los niños llevamos dentro, construido mentalmente con todas las cosas inútiles”, el cual tarde que temprano habrá de conducirnos hacia aquella tierra que nadie nos ha prometido jamás: al país de la buena suerte.
Y nos enseña que su construcción, (que es puramente mental), no tiene sino una única condición que debe ser seguida rigurosamente con una consagración similar a la de Aureliano Buendía en su taller de orfebre: …que se empiece con un tarro de pintura amarilla encontrado después de mucho reburujar entre frascos y cubetas, en el cuarto de San Alejo que en todas las casas hay.
Lo cual entraña una primera contradicción, pues al ser necesario el tarro para dar inicio a la construcción del tren, aquel pasa del terreno de lo inútil al de lo útil, perdiendo su valor de inutilidad, tornándose servible para hacer parte del vehículo que nos va a conducir al país de la buena fortuna.
Lo mismo que ocurre con las ruedas y la campana, pues según él mismo escribidor de Aracataca lo señalaba, “no hay rueda que no sirva para algo y para el tren amarillo solo servirían ruedas que no sirvieran para nada”, así como no puede tener campana “...porque cualquier campana, por muy deteriorada que esté, ha de servir para algo”.
Inefable paseo por un espacio de magia y poesía, que nos compele a utilizar la imaginación en procura de la inutilidad, para encontrar la utilidad de todo cuanto nos rodea, aún la de aquellas cosas que hemos desechado por su supuesta desuetud o vetustez, en un permanente ejercicio de recreación que contradice la actual “cultura del desperdicio” y el desafecto por aquellas cosas que alguna vez colmaron nuestras necesidades”, secundando bellamente en ello al “tuerto” López, quién igual pensaba en la hermosa evocación que de sus zapatos viejos hizo.
Y que necesariamente habrá de conducirnos al lejano país de la buena suerte, que no puede ser otro que aquel que en su cancionero reseñó el poeta portugués Fernando Pessoa y “…que en los deseos existe, en donde ser feliz consiste solamente en ser feliz”.
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