Ni una más

Columnista Invitado

La semana pasada el país se conmocionó con la temprana muerte de la médico Catalina Gutiérrez, quien, al parecer, a causa de los constantes maltratos y vejámenes que sufrió durante sus estudios de posgrado en cirugía general en la Universidad Javeriana, decidió quitarse la vida.
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A sus compañeros les dejó una nota que decía lo siguiente: “A todos los residentes, gracias, de cada uno me llevo muchas enseñanzas. Siempre los llevaré en mi corazón. Ustedes sí pueden. Ánimo”. A las pocas horas de la tragedia, la comunidad médica en general salió a pedir explicaciones a la institución y varios exresidentes del programa contaron sus tristes experiencias.

En lo personal, el caso me generó una profunda tristeza, especialmente porque sé de primera mano que es algo que viene de años atrás. Se trata de una práctica arraigada en muchos programas de posgrado en medicina, a los que sólo unos cuantos privilegiados pueden acceder. Los pocos afortunados que logran vincularse como residentes deben soportar jornadas extenuantes de trabajo y humillaciones de sus profesores, pensando siempre en que, ante el más mínimo reclamo, podrían quedar fuera del programa.

Agresiones físicas, humillaciones verbales y acosos de índole sexual son prácticas frecuentes en muchos programas de posgrado en medicina. No se trata de un chisme de pasillo, sino de una realidad que muy pocos se han atrevido a denunciar. Y lo más grave de todo esto es que las directivas de las instituciones pocas veces toman cartas en el asunto; banalizan y demeritan las quejas de los estudiantes que con valentía claman por ayuda.

La muerte de Catalina debe generar una alerta al personal médico, para que poco a poco se vayan conociendo todas las situaciones que ameritan sanciones ejemplares. No es justo que estudiantes, enfermeros, instrumentadores quirúrgicos o ayudantes de cirugía o medicina en general deban soportar las humillaciones de aquellos ilustres médicos que se jactan de ser el terror de los colaboradores. Tener en sus manos la vida de otra persona no puede darles una especie de “patente de corso” para comportarse como si fuesen “dioses del Olimpo”.

La comunidad jesuita, que lleva años promoviendo la educación en Colombia y el mundo, debe tomar cartas en el asunto. La benedicencia y la caridad que promueven, y de la que muchos somos testigos, debe estar presente en todos y cada uno de los espacios de la universidad.

Catalina no fue la primera, pero ojalá sea la última.

 

Rodrigo J. Parada

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