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Por impunidad se entiende la ausencia de sanción frente a hechos considerados delitos y, en menor medida, como faltas disciplinarias. Es tal vez la especie que los ciudadanos perciben más directamente. En este como en otros campos se repiten datos y cifras sin comprobación científica.
Recuerdo que siendo fiscal se hablaba de la impresionante cifra de 97,5 por ciento de impunidad. La Fiscalía, bajo la dirección del profesor Alfonso Reyes Alvarado, hizo un censo de expedientes y llegó a la conclusión de que el porcentaje era ligeramente superior al cincuenta por ciento, algo grave, pero muy distante de lo que se decía. En ocasiones se incluyen en la impunidad las absoluciones, preclusiones o archivos, cuando estas son modalidades de hacer justicia.
Con el Consejo de Política Criminal, el Consejo de la Judicatura e incluso el Dane, se pueden hacer estudios serios para aterrizar el problema e identificar causas y soluciones. Las causas son múltiples y no todas atribuibles a lo que ahora llaman “operadores de justicia”, sino al Congreso y al Ejecutivo en el diseño de las normas: inflación legislativa, inestabilidad en los preceptos penales y penitenciarios, deficiencias en la formación de jueces y fiscales, proliferación de facultades de Derecho, demasiados formalismos en los procesos, particularmente en la apresurada implantación del mal llamado sistema penal acusatorio, el basar los procesos más en la prueba testimonial que en la técnica, el populismo legislativo y el descuido absoluto en el tema penitenciario.
Mención aparte merece la mora judicial, que no tiene que ver con leyes sino con actitudes. ¿Cómo entender que los mismos jueces sean ágiles cuando fallan tutelas y lentos cuando se trata de procesos ordinarios, penales, civiles y laborales, que también se ocupan de derechos fundamentales? Por eso, como ministro de Justicia, dije que había que “tutelizar” la administración de justicia.
La impunidad política también obedece a muchos factores que tienen que ver con el sistema político y social. Si los ciudadanos tienen satisfechas por lo menos sus necesidades básicas y gozan de las ventajas de un Estado eficiente, no tendrían ninguna necesidad de vender el voto ni de condicionarlo al asistencialismo. Si hay corrupción electoral, financiación ilegal, constreñimiento o seducción con dádivas, necesariamente se reflejará en la corrupción política y administrativa. Si para hacerse elegir hay que invertir descomunales sumas de dinero –muchas veces en efectivo–, el Estado queda hipotecado a lo que suele llamarse el partido de los contratistas, en apariencia el más fuerte de todos.
Aquí confundimos responsabilidad penal con responsabilidad política. Las faltas éticas deberían llevar a que el funcionario se apartara del cargo.
El sistema de juzgamiento de altos funcionarios es la mayor fuente de impunidad política. Las llamadas “funciones judiciales del Congreso” implican una contradicción en los términos. En la práctica, el Presidente y los magistrados de las altas cortes –responsables ante el Congreso– son política y penalmente impunes. La moción de censura es un chiste en un régimen presidencial. Fue un error de la Constitución del 91 poner a magistrados y congresistas en la posición de investigarse mutuamente. Y en cuanto a los presidentes, Colombia es probablemente el único país de la región en donde no prosperan los procesos contra quienes ocupan o han ocupado la jefatura del Estado.
El caso del recibimiento –registrado por todos los medios– de un congresista condenado, entre otros, por recibir coimas de Odebrecht es claro ejemplo de la tercera forma de impunidad: la social. Si bien es cierto que uno de los objetivos de la sanción es la reinserción de los delincuentes a la sociedad, sus vidas no pueden ser exhibidas como ejemplo. Hay un tema de valores. Parecería que funciona el estribillo usado en la Argentina de Perón: “Ladrón o no ladrón, queremos a Perón”.
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