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Siempre han sido tres los factores que impiden que los colombianos vivan en paz: los grupos armados que pretenden sustituir al gobierno por la vía violenta, las organizaciones criminales y la delincuencia común. Prácticamente sin excepción, todos los gobiernos han buscado poner fin a lo que se ha llamado el “conflicto”, por cierto, cada vez más desnaturalizado.
En sentido estricto nunca tuvimos una división entre los colombianos, por ejemplo, entre partidarios de un régimen comunista y otros de un sistema capitalista. En otras partes del mundo sí fue así. Lo que tuvimos aquí en los primeros años fueron grupos armados con objetivos políticos que querían, a través de la guerra de guerrillas, tomarse el poder. Produjeron gran perturbación y mucho dolor, pero nunca tuvieron una posibilidad real de entrar armados a la Plaza de Bolívar para destronar al gobernante de turno como pasó en Cuba o en la Nicaragua de los Sandinistas.
Esa posibilidad no la tuvieron las Farc -el grupo más poderoso- ni el ELN, ni el M19 -que sí logró el objetivo, pero años después por los cauces constitucionales- ni el EPL, ni el Quintín Lame, ni ninguna de las organizaciones subversivas. Pero con ellos se podía negociar sobre el modelo de Estado, por ejemplo.
Hemos tenido procesos de paz, unos más exitosos que otros, pero no cambios reales de la sociedad por su cuenta. Esos procesos eran necesarios para buscar la paz. Sin embargo, el delito político se desnaturalizó por dos causas principales: el uso del secuestro como arma política, que lo inició el M19, y la vinculación con el tráfico de estupefacientes, en la que se involucró principalmente las Farc. Lo que queda de esas organizaciones subversivas no busca negociar con el Estado sino que éste les permita hacer sus negocios ilícitos. Tal vez por eso, a pesar de las conversaciones, de las treguas y de los ceses al fuego, siguen haciendo lo mismo como lo registran las noticias.
La delincuencia organizada -vinculada principalmente al tráfico de estupefacientes y al secuestro común- no ha desaparecido aún cuando ha mutado de formas. Ejemplo claro es el caso del llamado Clan del Golfo, que en el fondo es un reducto del paramilitarismo vinculado a las mafias. Atacan al ejército y matan soldados, no para tomarse el poder sino para que no se les atraviesen en sus negocios ilícitos llámese envió de cargamentos de coca, minería ilegal o tráfico de personas.
Y a pesar de todas las normas y códigos vigentes, la delincuencia común sigue azotando a la ciudadanía, bien sea con el robo de celulares, los ataques en el transporte público, los secuestros, los asaltos a fincas o las agresiones en centros comerciales o en restaurantes en la propia capital de la República.
Todo este panorama nos hace pensar que mientras no tengamos un control real del territorio y restablezcamos el monopolio de la fuerza por parte de las Fuerzas Armadas y de policía, lo que llamamos Estado de Derecho no pasa de ser una entelequia. Es verdad que “control territorial” no quiere decir solamente presencia militar y policial, sino social, con servicios públicos, vías, educación, salud, mandatarios regionales con autoridad y recursos para desarrollar programas sociales.
Nada sacamos con tener una Constitución -modelo en la carta de derechos- que formalmente rige, pero sin un control real sobre el territorio que permita que sus disposiciones dejen de ser en muchos casos letra muerta.
La campaña electoral que ya se inicia, debería comprometer a los políticos -los de verdad- en una estrategia seria para recuperar el control territorial con miras a una paz política y social estable.
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