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Es paradójico que habiéndose inspirado nuestros próceres de la independencia en el pensamiento y las instituciones de los revolucionarios franceses no hubiésemos establecido desde el comienzo el sistema parlamentario, sino el presidencialismo de los Estados Unidos.
Como casi siempre ha ocurrido cuando “trasplantamos” instituciones, lo hacemos a medias. En los Estados Unidos el presidente es poderoso, pero tiene una serie de controles que aquí no existen; allá igualmente nombra a los ministros y altos funcionarios, pero deben ser aprobados previamente por el Senado.
El sólido sistema bipartidista -con partidos de verdad- le impide al presidente hacer o decir lo que se le ocurra. Aquí, en el 91, por acabar con el bipartidismo terminamos acabando con los partidos pues lo que hoy tenemos, en términos generales, son “entelequias jurídicas” que solo sirven para expedir avales sin ninguna responsabilidad. El “voltearepismo” no es común en Norteamérica, mientras aquí se ha expandido como la verdolaga o la ahuyama en los solares de las casas de tierra caliente.
Es verdad que allá el presidente -con aprobación y escrutinio del Senado- nombra directamente a los magistrados de la Suprema Corte que allí sí es suprema por tratarse de un régimen federal, pero muchas veces los designados han cumplido con el “deber de la ingratitud”.
Con la Constitución de Filadelfia de más de doscientos años han podido manejar todas las situaciones pasando por la guerra de secesión, las dos guerras mundiales, la guerra fría y hasta acomodarse a las revoluciones tecnológicas.
Aquí cambiamos la Constitución con asombrosa facilidad hasta el punto de que la del 91, con 33 años, ha sido reformada en más de cincuenta ocasiones. Y la noche que llega… como decía el padre García Herreros.
Como, dada su cultura judicial, establecieron el sistema acusatorio, allá el fiscal general lo designa el presidente, pero tiene responsabilidades judiciales y políticas.
En Norteamérica han sido posibles los juicios políticos a los presidentes, siendo los más conocidos en los últimos años los de Nixon, por espiar a los demócratas en su convención en un hotel, y el de Clinton, por sus veleidades amorosas con una joven pasante en la Casa Blanca. Nixon tuvo que renunciar para evitar el impeachment y a Clinton lo salvó su acertado manejo de la economía.
Si bien desde la Constitución del 86 en Colombia se contempla la posibilidad de “enjuiciar” al presidente, el sistema que acogimos y que no fue modificado en el 91, en la práctica hace imposible que situaciones como las que se han dado en los EEUU y aun en otros países de la región, se den en el nuestro.
Cómo será el peso del presidencialismo en nuestro país que aun en los acuerdos de La Habana se estableció que los expresidentes no pudieran ser llamados a la JEP por eventuales responsabilidades derivadas del manejo del conflicto armado. Nuestra única ventaja es que no se puede elegir a un presidente condenado.
Hace unos días, con razón, hubo voces que protestaron por la inmunidad parcial que la justicia norteamericana le dio a Trump por los hechos cometidos como presidente incluido el desconocimiento del resultado electoral. Pero como expresidente ha sido condenado por delitos comunes como la vergonzosa compra del silencio de una actriz porno y las falsedades cometidas para hacer pasar el pago como gastos de campaña.
Entre nosotros una cierta impunidad -no por las normas sino por la práctica - comprende no solo a los presidentes sino a los ex. Por los vericuetos de la Comisión de Acusaciones la inmunidad aquí no es parcial sino total.
También es criticable que el presidente de los Estados Unidos al momento de irse pueda indultar incluso a delincuentes comunes. Aquí también se hace durante el mandato, con el ropaje de la paz cuando, por ejemplo, como ahora, se ofrece impunidad total a narcotraficantes y delincuentes de todos los pelambres.
Es el momento de volver a revisar nuestro extraño presidencialismo.
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