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Es normal en los sistemas parlamentarios en los cuales el poder real está en el Congreso y cuando una sola fuerza política no tiene las mayorías, debe unirse con otras, no siempre afines, para “formar gobierno” o sostenerse en el poder.
Es claro que a esos partidos es preciso darles representación en ministerios y agencias del Estado como parte del pacto de gobernabilidad. Esos pactos también se pueden dar en un sistema presidencial como el nuestro. El ejemplo más claro fue el Frente Nacional, que después de diez años de ruptura institucional, sin Congreso ni independencia judicial y con un golpe de Estado de por medio, para ponerle fin a la confrontación armada entre liberales y conservadores, estableció la más antidemocrática de las formas de “gobernabilidad” que fue repartirse el poder por dieciséis años excluyendo a todas las demás fuerzas políticas.
Inclusive, cuando se produjeron las divisiones internas entre los partidos Guillermo León Valencia en 1962 acuñó el término “milimetria” para determinar que la burocracia se repartiría “milimétricamente” entre las distintas facciones de los partidos que integraban la gran coalición.
Aun cuando el Frente Nacional se “desmontó gradualmente”, la reforma constitucional de 1968 prorrogó sus instituciones hasta 1978 y estableció que después de esa fecha los presidentes debían ofrecer participación “adecuada y equitativa” al partido que le siguiera en votos en las presidenciales.
Así lo hicieron López, Turbay y Belisario aun cuando López llevó a sectores de izquierda al gobierno y Belisario nombró a la jefe anapista, María Eugenia Rojas, como directora del Instituto de Crédito Territorial, para que dirigiera el programa -que fracasó- de la vivienda sin cuota inicial.
Virgilio Barco, ante la negativa del pastranismo de aceptar la representación burocrática que le ofrecía, y que no incluía el ministerio de Minas que reclamaba, optó por instaurar el esquema gobierno-oposición, como debe ser en toda democracia. Los gobiernos siguientes, ya sin norma constitucional expresa, volvieron al Frente Nacional y luego se extendió a las “nuevas organizaciones políticas” surgidas después de la Constitución del 91.
Hasta ahí nada hay de censurable pues los partidos buscan el poder para, desde el ejecutivo, desarrollar sus programas. Cuando las “cuotas” eran para los partidos y no para los congresistas en particular, los propios partidos asumían la responsabilidad política de los fracasos de sus recomendados.
El sistema comenzó a quebrarse cuando la “representación” no era ya para los partidos sino para un congresista o un grupo de congresistas. Se le abrió claramente las puertas de par en par a la corrupción cuando se asignaban entidades a uno o dos congresistas para que éstas se convirtieran en su coto de caza. Así ocurrió con algunos organismos como Fonade, La Previsora o los Ferrocarriles que se le “entregaban” a un grupo de parlamentarios como contraprestación a sus apoyos para iniciativas de los gobiernos en el Parlamento.
Para ceder a la extorsión parlamentaria, entendiendo por tal la amenaza de no votar proyectos claves del ejecutivo como reformas tributarias, presupuesto nacional, plan de desarrollo o iniciativas claves de su programa, se acudía al cohecho político: pagar esos apoyos con puestos, o lo que es peor, con contratos y hasta dinero en efectivo como se ha denunciado en el caso de la UNGRD.
Es necesario replantear la forma de relacionamiento entre ejecutivo y legislativo. El cohecho, incluido el político, es un delito bilateral que lo comete tanto quien da como quien recibe. Si no se para ya esa práctica -debía ese si ser motivo de un acuerdo nacional- y se siguen dando sucesos bochornosos puede llegar un caso de implosión como el del régimen fujimorista cuando en video quedó registrado el intercambio de plata por puestos con la participación del no tan olvidado Vladimiro Montesinos.
Por motivos navideños esta columna reaparecerá el 13 de enero de 2025. Gracias y feliz año para todos.
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