Su rostro estaba perlado de sudor. Rezumaba como manantial. Sus ojos desorbitados parecían haber visto al mismo demonio. Tapaba con sus manos los oídos. Parecía no querer oír algo que lo espantaba. Su cara descompuesta, húmeda y pálida reflejaba horror y lástima.
En el trasfondo se sentía un ser humano impotente, pidiendo ayuda. Súbitamente, se paró de su silla y empezó a caminar en círculos sin tranquilizarse. Miraba hacia los rincones con desconfianza, pero no se atrevía a asomarse a la ventana. Luego se tumbó en el piso, escondió la cara entre las manos y rompió en llanto. Sus familiares corrieron a ayudarlo.
Esta escena se repetía día tras día. Las noches eran interminables. Tanto él como su familia recorrieron el calvario de pasar por múltiples oficinas y dependencias sin encontrar solución a su problema. Si las promesas fueran monedas de oro, estarían millonarios. La paciencia hace rato venció sus límites. La esperanza partió hace tiempo y perdió su rumbo. Sus antiguos jefes ya no quieren saber de él.
El teniente C fue un muchacho aventajado. Desde niño mostró inclinación por la vida militar. Aunque en su familia no había historia castrense, al terminar con honores su bachillerato, escogió sin titubeos el camino de la carrera militar. Allí se destacó. Era valiente, arrojado, disciplinado, comprometido. Los compañeros lo respetaban y algunos lo envidiaban por el reconocimiento que con trabajo se había forjado. Cuando se graduó, solicitó que lo enviaran a la zona de combate. Anhelaba mirar de frente el peligro, domeñar a los enemigos y servir a la patria. Pronto se hizo merecedor de menciones y medallas.
La guerra no es un juego. Está llena de peligros y dificultades: la oscuridad es terrible y el silencio ensordecedor. El valor es sitiado por la acechanza. En medio de la manigua se sentía permanentemente espiado y con los nervios tensados a la espera del ataque enemigo. Una cosa es estar a la ofensiva con el enemigo identificado y ubicado. Otra, caminar por senderos desconocidos, escabrosos, insanos, cargados de riesgos y amenazas.
Una noche, mientras guiaba por la selva a su tropa, sintió que su pecho se henchía y que su corazón se amotinaba. El aire empezó a faltar y sus pensamientos se atropellaban sin definirse. Las imágenes de sus compañeros heridos y mutilados, los rostros de sus amigos muertos y destrozados, los rictus de los cadáveres de los enemigos que más que una mueca semejaban un reclamo, se le agolparon obnubilando sus sentidos. Y salió a correr. No paró en toda la noche. Sus soldados lo buscaron. A los dos días lo encontraron, semidesnudo, agazapado y delirante. Algo había estallado en su mente…
En la ciudad, los galenos diagnosticaron paranoia de guerra. Prometieron que la pensión por incapacidad mental, al retirarlo de los campos de combate, poco a poco le retornaría la calma. Pero no ocurrió. Visitó, con su familia, a casi todos los psiquiatras y psicólogos de su seguridad social sin resultados. Luego optaron por médicos particulares. A la par rezos, agüitas y sanaciones. Nada.
Hoy, veo salir de mi consultorio, arropado por el amor de su familia, a un héroe de la patria que dejó su salud mental y su juventud en esta guerra infame que algunos se obstinan en mantener.
Su rostro estaba perlado de sudor. Rezumaba como manantial. Sus ojos desorbitados parecían haber visto al mismo demonio. Tapaba con sus manos los oídos. Parecía no querer oír algo que lo espantaba. Su cara descompuesta, húmeda y pálida reflejaba horror y lástima.
Credito
AGUSTÍN RICARDO ANGARITA LEZAMA
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