El lapicero mágico

Alberto Bejarano Ávila

Siempre quise divagar libremente sobre temas que suelen abordarse con contertulios en cotilleos casuales. Dudé en hacerlo al pensar que podría ser tachado de resentido o “cositero” o que darle asueto a mí firme intención de opinar de modo respetuoso, propositivo y, en lo posible, sin hurgar en lugares comunes, pudiera enviciarme al tono irónico, injurioso y fanático que suele estilarse en los “tinteaderos” donde, sépase, se elabora un exquisito coctel de fábulas, verdades y prejuicios.

Inicio asueto aludiendo al milagro metamórfico del lapicero mágico que ocurre cuando un elegido o nombrado se posesiona del cargo. Aquel, cuya inteligencia lindera la media de todos nosotros (a veces su CI parece menor), al firmar el acta, como por ósmosis, el lapicero utilizado le transmite un talento pasmoso que lo hace neo sabio, su simpatía muta a soberbia, se vuelve sordo y su palabra es dogma que inhibe toda opinión, hasta cuando lo relevan y regresa adonde nos, los del común.

Los no elegidos ni nombrados que admiramos y envidiamos tal prodigio, podríamos unirnos para exigir dotación de lápices mágicos a efectos de obtener esa fina inteligencia que permite elaborar discursos célebres sobre el progreso tolimense y así revalidar la aguda treta lampedusiana de que “todo cambie para que nada cambie”.

Se colige entonces que los nocivos efectos producidos por la idoneidad que inocula aquel bolígrafo mágico son básicamente dos: que la región se mantenga al margen de la modernidad y que “el mundo continúe siendo ancho y ajeno”, sobre todo ajeno.

Acá algunos somos inefables. Creemos que pensamos porque coreamos lo que piensan en Bogotá o Washington; no nos oímos entre nosotros, pero oímos bien a fuereños que poco dicen; pedimos diálogo pero sólo obedecemos el monólogo del “poder”; cabalgamos en ancas creyendo llevar las riendas del futuro; hacemos apología de innovación y modernidad pero obramos con practicidad decimonónica; queremos plato distinto pero sin cambiar de receta y menos de ingredientes.

Creo que nadie se indignará con la crítica constructiva y menos quien sabiendo que “como vamos, vamos mal”, igual sabrá que tal desdicha no deriva de la mala suerte sino de desvíos históricos que impiden climas propicios para encarar con rigor intelectual, académico, técnico y político el asunto del desarrollo y sabrá también que una sana intención de construir colectivamente el futuro exige cambiar arraigados y equivocados paradigmas e ignorar las majaderas veleidades burocráticas.

¿Cómo cambiar? A quienes desean que el Tolima salga del atolladero respetuosamente les sugiero escuchar opiniones hoy tildadas de idealistas y no concretas; abrirse al diálogo serio y continuado; asumir tareas de progreso con espíritu incluyente y visión sistémica; reconocernos en la diversidad cultural y geopolítica del territorio; concebir una arquitectura de progreso pertinente y focalizada; construir ejes integradores para avivar las sinergias; reinventar la democracia y el ejercicio político sobre tesis autonómicas. Seguro que por ahí es la cosa; solo faltaría un poco de buena voluntad.

Adenda: Por convicción votaré No a la megamineria en Ibagué. Nuestros nietos y bisnietos obligan hoy decisiones políticas maduras que les garanticen en el futuro agua suficiente y no contaminada, un medio ambiente inmejorable y sostenible y ausencia del espurio interés foráneo sobre nuestros recursos. Repudiaré todo interés politiquero en este ejercicio de poder ciudadano y expreso que el mío será voto tácito contra el centralismo mezquino y prohijador de riqueza extrema corporativa que atiza sin misericordia el desconcierto y la pobreza extrema en comunidades regionales.

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