El Eln nunca ha querido la paz

Columnista Invitado

Las decisiones que ha tomado el presidente Gustavo Petro, incluido el reciente anuncio de suspender los diálogos, son entendibles y respetables en la medida en que no solo reivindican la dignidad del Estado colombiano, sino que eventualmente mostrarían que el gobierno no estaría dispuesto a caer en el juego del Eln. 
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El reciente ataque contra una base militar en Arauca, llevado a cabo por el Eln en medio de un cese al fuego pactado, no es solo una violación a los acuerdos alcanzados con el gobierno, sino también una bofetada a las esperanzas de paz que aún perviven en Colombia. Es difícil sostener un discurso optimista sobre los diálogos de paz cuando una de las partes parece, reiteradamente, actuar de manera calculada para socavarlos.

En mi opinión, este ataque es otra muestra de la nula voluntad del Eln para buscar una solución real al conflicto. Peor aún, evidencia que sus acciones parecen formar parte de una estrategia histórica y sistemática para dilatar los procesos de negociación con el fin de ganar tiempo y reacomodarse, tanto en lo militar como en sus oscuros negocios.

A lo largo de las últimas décadas, las negociaciones con el Eln han sido un proceso frustrante, marcado por promesas rotas y actos de violencia. En vez de construir confianza, estos atentados reiterados parecen diseñados para desgastar al Estado y, mientras tanto, permitir que el grupo guerrillero se rearme, proteja sus corredores estratégicos y mantenga su participación en las múltiples economías ilícitas en las que está involucrado. La minería ilegal, el abigeato, la extorsión y el narcotráfico siguen siendo las principales fuentes de financiamiento del Eln. En este sentido es difícil no pensar que cada nueva mesa de diálogo, más que ser un paso hacia la paz, es una oportunidad para que la guerrilla reorganice su logística y garantice la supervivencia de su negocio multimillonario.

Las decisiones que ha tomado el presidente Gustavo Petro, incluido el reciente anuncio de suspender los diálogos, son entendibles y respetables en la medida en que no solo reivindican la dignidad del Estado colombiano, sino que eventualmente mostrarían que el gobierno no estaría dispuesto a caer en el juego del Eln. Si bien el anhelo de paz siempre será una aspiración legítima para cualquier nación, la negociación no puede ser a cualquier costo. Una paz negociada con un interlocutor desleal y violento no es verdadera paz; es una tregua frágil que solo beneficia a quienes buscan lucrarse del conflicto.

El Eln ha dejado atrás, hace muchos años, la lucha política armada por causas sociales que alguna vez intentó defender. En sus orígenes, la guerrilla fundada por el padre Camilo Torres tuvo un cariz revolucionario y social, enarbolando la bandera de los más desfavorecidos. Hoy, sin embargo, sus líderes se han transformado en una élite criminal que se aprovecha de los campesinos y de los menores de edad que son reclutados para ser carne de cañón. Son empresarios ilegales, inmersos en una economía clandestina que se alimenta del terror y el caos.

La decisión de Petro de suspender los diálogos puede parecer un revés para quienes aún creen en la vía de la negociación, pero lo cierto es que no hay diálogo posible cuando una de las partes actúa de mala fe. Es hora de entender que la paz no es solo una palabra para llenar discursos; es una construcción ardua que requiere compromiso, verdad y voluntad. El Eln ha demostrado, una vez más, que carece de todos estos elementos.

Colombia merece una paz verdadera, no un espejismo que permita a grupos armados perpetuar su control territorial y sus actividades criminales. Mientras el Eln siga en esta lógica de dilación y traición, el país debe mantenerse firme en la defensa de la legalidad y de la dignidad del Estado. La paz vendrá, pero no a cualquier precio ni de la mano de quienes han renunciado a ella hace mucho tiempo.

 

Victor Solano Franco

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