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Su crisis de seguridad no se incubó de la noche a la mañana. Lleva años en gestación, y tiene como factor subyacente el poder acumulado por el narcotráfico, gracias a la dramáticamente fallida política prohibicionista y a la guerra contra las drogas decretada por Nixon en junio de 1971, es decir, cerca de 53 años.
Digo fallida porque no ha conseguido el objetivo inicial de acabar con el narcotráfico que, por el contrario, se ha esparcido a lo largo y ancho de América Latina como una mancha de sangre; ha sido sí exitosa y funcional a los intereses de Washington al permitirle consolidar sus políticas intervencionistas. Un buen negocio para ellos (los estadounidenses) y malo para nosotros (los latinoamericanos), pues ha generado violencia y corrupción.
El narcotráfico ha dejado de ser un problema de Colombia, Perú y Bolivia, como se afirmaba en los años 90. Hoy toda Latinoamérica está infectada con ese cáncer, desde México hasta la Patagonia. El asesinato del Fiscal antinarcóticos de Paraguay, Marcelo Pecci, fue solo un botón de muestra, igual que el del candidato presidencial ecuatoriano, Fernando Villavicencio. Las estructuras criminales y sus redes de apoyo son más poderosas hoy que nunca. La quimioterapia de las fumigaciones con glifosato - que tanto defienden algunas personas - solo ha servido de abono. También ha fracasado la lucha contra los cárteles. Se desarticula uno y nacen tres, cuatro o cinco, como se probó con los de Medellín y Cali. Se nos hizo creer que el problema eran Pablo Escobar, Carlos Lehder, Rodríguez Gacha y los Rodríguez Orejuela, cuando en realidad es la prohibición.
Apagada la ilusión de las revoluciones de Cuba y Nicaragua, que inspiraron a miles de jóvenes del centro y el sur del continente a alzarse en armas, tras los procesos de paz con las guerrillas el narcotráfico se convirtió en la opción de vida para cientos de miles de ellos sin oportunidades de estudio y de trabajo. Soltaron los fusiles de la revolución para empuñar los de las mafias. Así nacieron las pandillas centroamericanas. Las que Bukele cree acabar rapándoles la cabeza y metiéndolas en las cárceles. Medidas taquilleras porque satisfacen la indignación de la gente asolada por la inseguridad, que podrán servirle para reelegirse, pero que no solucionarán nada. Ecuador vive hoy horas amargas. Su joven presidente Daniel Noboa ha declarado que tiene un “conflicto armado interno”, y decretado el estado de excepción, el mismo que Guillermo Lasso decretó decenas de veces, sin servir siquiera para que el Estado controle las cárceles, según hemos visto esta semana.
Hace unos días, el cardenal Luis José Rueda, arzobispo de Bogotá y presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia, en una entrevista a El Tiempo, dijo algo que pasó casi inadvertido. Con relación a la paz total del presidente Petro, afirmó que era partidario de dialogar con el narcotráfico. Esa es la cuestión de fondo. Ecuador debe estudiar la experiencia colombiana. No tiene por qué repetir nuestra historia. Aún está a tiempo de hacer lo que tiene que hacer. Durante años ha visto pelar nuestras barbas, y no ha puesto las suyas en remojo.
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