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Todo ello dentro de un común contexto ornado por decorados árboles de navidad o pesebres de Belén, que intentan reproducir retazos de nuestra geografía o foráneos parajes presididos por barbados “Noeles” cubiertos de nieve, y con exóticos renos saltarines por doquier.
E igual se ve, en las deterioradas pero abarrotadas calles de este musical villorrio, en las que todos a una, pobres, ricos, grandes o chicos, en sonriente actitud y de manera generosa reparten amables expresiones frente a todo aquel que se cruza en el camino, sea conocido o no, ante lo cual, cualquier desprevenido visitante que presencie tan grato espectáculo, se ve obligado a pensar que de la faz de este convulso país, como si se hubiera utilizado la utilería de una comedia para ocultar la diaria tragedia del discurrir nacional, desaparecieron el rencor, la amargura, la corrupción, el odio y la violencia y que de la mano de Petro, según lo que prometió en campaña, por fin “llegó la paz”.
No obstante, si se mira en detalle y de forma cuidadosa el aparente apaciguamiento de los espíritus, se va a encontrar, encubiertas bajo el engañoso ropaje de los besos, abrazos, sonrisas, luces y regalos, todas las formas de agresión en vigencia plena, mismas que merecidamente nos han llevado a ganar el título del país más violento del orbe.
Sin que efemérides como ésta, que para el resto de la humanidad constituyen verdaderas expresiones de armonía y comprensión para con el semejante, nos lleven a rechazar colectivamente junto a los actores de la barbarie, exigiéndoles un inmediato alto en la práctica del narcotráfico, la guerra y el terrorismo con sus secuelas de muerte y destrucción, miseria, angustia, dolor y llanto.
Lo cual nos lleva a concluir que lo que Colombia requiere en el futuro es, menos barullo y celebraciones con festinado acento, más respeto, tolerancia y comprensión, si de verdad se aspira a tener futuramente una real feliz y grata Navidad.
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