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Años después y como ocurre con toda sociedad que termina desbordando las instituciones que la contienen cuando la realidad social lo impone, se superó el anacronismo del monopolio masculino del poder, y el país se puso al orden del día con la "Declaración de los Derechos del Hombre y del ciudadano" adoptada por las Naciones Unidas en el Palacio de Chaillot en la cual se habían proscrito las discriminaciones por razón de sexo o de cualquier otra causa y se había consagrado la igualdad para derechos, fueros y libertades.
Ya para entonces las féminas habían comenzado a tener personería civil entre nosotros con la reforma Constitucional de 1945 que las hizo ciudadanas y les permitió ejercer cargos públicos que llevaran anejos jurisdicción o mando y con la ley de Régimen Patrimonial en el Matrimonio, aun cuando seguían teniendo restricciones en la función del sufragio y en la capacidad para ser elegidas popularmente.
A diferencia de otros países en los cuales la mujer libró arduas luchas por su reconocimiento político como en Inglaterra donde las sufragistas le dieron aires de epopeya a sus vocingleras demandas armadas de paraguas en Hyde Park, en Colombia la Constitución y la ley terminaron por dotarlas de plenos derechos y garantías políticas arrasando con los viejos prejuicios que lo habían impedido alcanzarlos sin mayores traumatismos.
Y es que la mujer no podía seguir siendo tratada como el hueso supernumerario del relato bíblico del que nos habló Bossuet y mantenerse al margen de las cosas públicas, en tanto en cuanto adquiría preeminencia en la ciencia y la literatura, colmaba las universidades, los bufetes profesionales, las fábricas, los hospitales, los campos deportivos o la banca y competía con el hombre en todos los ámbitos intelectuales y económicos, aventajándolo en veces por su orden, perseverancia y minuciosa diligencia.
Como se puede confirmar con una simple mirada a una mujer cabeza de familia, o a una empleada de taller o mostrador y darse cuenta cuanta acierto viene aportando en Colombia al rescate de la esperanza.
O como también se puede ver en el Congreso, en donde la equipotencialidad de los sexos en mucho ha contribuido al mantenimiento del equilibrio y la ponderación que demanda ésta democrática institución.
No es necesario entrar a evocar el mito de las amazonas, o la próspera era de las reinas egipcias, o los ciclos históricos, bien victorianos como isabelinos, para reconocer el acierto de llevar a nuestras mujeres a los más encumbrados sitiales del poder público, lo cual constituye el remate o ápice del movimiento ascensional femenino.
Y con satisfacción advierto que de esta forma piensan quienes eligen a miembros del sexo femenino para las más altas dignidades del poder público, como está ocurriendo hoy en la primera potencia mundial con Kamala Harris.
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