El tributo de admiración y cariño rendido por los tolimenses al maestro Rodrigo Silva me confirma un pálpito que me surgió hace ya algunos años: a los tolimenses solo nos une la tragedia. El adiós a esta figura legendaria ha sido tan apoteósico como merecido, y ello es síntoma de salud espiritual de nuestro pueblo. Al fin y cabo, pocas personas han hecho tanto por el Tolima Grande como Silva.
No existe nada que pueda decir sobre él que ya no hayan dicho otros, más cercanos e informados que yo. Con su partida concluye una época, y se fractura el último puente que existía entre Tolima y Huila, dos departamentos hermanos que deberían tener mayores y mejores propósitos de unidad. Rodrigo Silva fue un gran tolimense, en el sentido unitario del término. En Ibagué se sentía en casa, y desde allí le compuso a todo un país y le cantó, en compañía de quien fuera una parte superlativa de su existencia: Álvaro Villalba.
Su muerte me genera muchas reflexiones, entre ellas aquella con la que he empezado esta nota, el hecho de que los tolimenses solo nos reconozcamos y nos unamos en la tragedia, ante la muerte. ¿Por qué nos es tan difícil ponernos de acuerdo? ¿Por qué nos cuesta tanto unirnos? Son preguntas para las cuales no tengo una respuesta cierta. Existe déficit de unidad y de sentido de asociación. Parodiando a Bolívar, podría decirse que cada tolimense es un país enemigo. Quizás por eso hemos sido tierra de solistas y de duetos y no de sinfónicas ni de grandes orquestas. Quizás por ello mismo, han sido más las sociedades de familia, que las grandes sociedades anónimas.
No sé si lo que nos haga falta sea escucharnos más, reconocernos todos como parte de un todo, de una misma tierra, de una misma cultura, de unas mismas tradiciones. Tuve muy pocas oportunidades de conversar con Rodrigo Silva, tres o cuatro a lo sumo. Pero de él, además de su legado artístico y poético, me queda la lección de un temperamento sosegado, sin afanes en el alma, un auténtico heredero de la estirpe echandiana, que inspira a las mujeres y hombres de tierra caliente. Tengo la convicción de que Rodrigo tenía más dudas que certezas, y que éstas últimas se las guardaba para sí mismo.
Está bien que nos unamos ante la tragedia y ante la muerte. Pero estaría mejor que nos uniéramos también ante la vida y la esperanza. Una plaza, una calle, una avenida, debería llevar el nombre de Silva y Villalba, para que su legado perdure. ¿Nos podríamos unir para honrar su obra, de la misma manera que lo hicimos ante su féretro? Ahora que la enseñanza de la historia regresa a las aulas, estaría bien que se enseñara quiénes fueron y qué hicieron Silva y Villalba. Álvaro, quien gracias a la divina providencia aún vive, afirmó durante el sepelio de su compañero, que él ahora era solo la mitad. La mitad de esta historia es carne viva, a Dios gracias.
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