A propósito de la canonización de Juan XXIII, una de las encíclicas que me llaman la atención del nuevo Santo, es “Pacem in Terris” publicada en 1963.
Esta se ocupa de la paz, la cual ha de fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad.
Esta carta encíclica detalla los derechos de los hombres a la luz del pensamiento cristiano: derecho a la existencia y a un decoroso nivel de vida, a la buena fama, a la verdad y a la cultura, al culto divino, a la familia, a la propiedad privada, a la reunión y asociación, a la residencia y emigración, a intervenir en la vida pública y a la seguridad jurídica.
Estos derechos, en particular el derecho a la propiedad privada, buscan garantizar la dignidad de la persona humana y la tranquilidad y consolidación para la vida familiar, aumentando la paz y la prosperidad.
De igual forma, el derecho a intervenir en la vida pública y contribuir al bien común reconoce en la persona su esencia como sujeto, fundamento y fin de la vida social.
Además reflexiona sobre los deberes de las personas: el deber de respetar los derechos ajenos, el de colaborar con los demás, de actuar con sentido de responsabilidad. Tanto derechos y deberes buscan la dignidad humana.
Para alcanzar la dignidad humana se requiere que las personas sean libres, que cada quien “actúe por su propia decisión, convencimiento y responsabilidad, y no movido por la coacción o por presiones que la mayoría de las veces provienen de fuera”.
La encíclica plantea la necesidad de ordenar las relaciones políticas con el fin de tener una mejor sociedad. De hecho, esta considera que “Una sociedad bien ordenada requiere gobernantes, investidos de legítima autoridad, que defiendan las instituciones y consagren, en la medida suficiente, su actividad y sus desvelos al provecho común del país.” Así las cosas, la autoridad es necesaria y debe ser un atributo del gobernante.
De otra parte una mejor sociedad, aquella que busca el bien común, requiere que el ciudadano y el gobernante comprendan que dicha meta es una obligación: “todos ellos han de acomodar sus intereses a las necesidades de los demás”. Este llamado de atención sigue vigente aún después de 51 años.
La búsqueda del bien común además de una obligación es la razón de ser del gobernante: “De donde se deduce claramente que todo gobernante debe buscarlo, respetando la naturaleza del propio bien común y ajustando al mismo tiempo sus normas jurídicas a la situación real de las circunstancias”.
No hay duda que si este principio se arraigara en los corazones de los dirigentes, la sociedad sería más justa y equitativa.
En el propósito de conseguir justicia y equidad para la sociedad, es decir, alcanzar el bien común para todos, se necesita que los gobernantes “tengan especial cuidado de los ciudadanos más débiles, que puedan hallarse en condiciones de inferioridad, para defender sus propios derechos y asegurar sus legítimos intereses”. Necesitan ellos nuevas y mejores oportunidades.
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