La historia y la verdad

Cristian Stapper Buitrago

Los seres humanos crecemos en la imitación y emulamos, conscientemente o no, a quienes admiramos. Quizá por eso, los próceres de la independencia o, como llaman en otros lugares, los “padres fundadores”, son tan importantes.
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 Su historia y hasta las anécdotas que rodean su existencia, reafirman valores que guían a las futuras generaciones. Con sus claroscuros, como los de cualquier ser humano, los héroes de la patria libraron batallas en las que privilegiaron el futuro compartido como país, frente a sus propias vidas.

Hace poco, el tercer lunes de febrero, se conmemoró en los Estados Unidos el día de los presidentes, celebración que tiene origen en la fecha de nacimiento de George Washington, el primero de ellos. Ese día, con solemnidad y respeto y sin importar el partido al que pertenecen, los ciudadanos recuerdan el legado democrático que los une dentro del sistema presidencialista. 

En cambio, desde 1984 - año que inevitablemente recuerda la obra de Orwell -, en las escuelas y colegios de Colombia se suprimió la enseñanza de la historia como asignatura independiente. Con esa decisión no se eliminó la necesidad de los niños y jóvenes de contar con referentes, sino que se dejó un vacío cultural inmenso. Desde entonces, los principios y valores que encarnan los grandes personajes de la humanidad pueden relativizarse a la sazón de pasiones, modas y tendencias. 

Sin duda es más dócil quien permanece en la ignorancia y más obediente quien aprende a despreciar la virtud, porque le es lejana e incluso desconocida. Desde esa condición es más fácil sembrar creencias y sustituir la historia de los próceres por ideologías que nunca profesaron y odios que jamás albergaron. Basta recordar al Bolívar chavista que, con nueva imagen, ajustada a las exigencias de la propaganda oficial, sirvió de justificación para que el líder populista del vecino país, anunciara ante la algarabía del público sumido, primero en la ignorancia y luego en la miseria, “¡exprópiese, exprópiese, exprópiese!”. 

Las relaciones humanas se basan en la verdad y en la buena fe y, cuando la primera se trastoca, la segunda pierde su razón de ser. Vaciado el ejemplo histórico y relativizados los principios, basta con llenar de dogmas ideológicos la mente y de odio el corazón, para destruir lo que tanto esfuerzo costó a quienes nos precedieron.

Dicen ahora algunos, prevalidos de la ignorancia de su audiencia, que les resulta tan cómoda, que los males de Colombia tienen origen en doscientos y más años de historia republicana. Esa falacia, que hace poco tiempo era vista como un claro insulto a la inteligencia, hoy es asumida por muchos como una verdad indiscutible, que exige una revancha y que despierta indignación y rabia. Y la rabia, como el odio, se riegan fácilmente a través de las redes sociales.

Oscar Wilde, hace más de cien años, se quejaba de la decadencia de la mentira y lo hacía porque sostenía que el trabajo del artista, que tiene origen en la imaginación, pasa por un proceso similar al de quien inventa mentiras. Sin embargo, en el caso de la historia – de la nuestra- y de sus nuevos intérpretes, las mentiras no parecen estar en decadencia.

En tiempos en los que frecuentemente se reclaman derechos, es prudente recordar que el presupuesto de cualquiera de ellos es la existencia de un sistema democrático y, también, que la democracia exige el deber correlativo de decir la verdad y de actuar de buena fe.

En últimas, quien miente y engaña, también es corrupto y, por lo tanto, no tiene los méritos necesarios para aparecer en la historia que, ojalá, se aprenda en el futuro.

 

 

Cristian Stapper Buitrago

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