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Aunque son varios los casos que despiertan polémica, el más crítico y el campo de batalla de las principales hostilidades lingüísticas que se cruzan entre bandos por estos días, es el del uso de la tilde en la palabra “solo”, la cual, hasta entonces, debía ir tildada cuando desempeñara funciones de adverbio (“sólo vine a usar el teléfono”), mientras que debía omitirse cuando fungiera como adjetivo (“tenemos que dejarte solo”). Esto hasta aquel fatídico 2010, en que la RAE permitió prescindir de la tilde, incluso en los casos ambiguos, cuando no es claro si “solo” se emplea como adverbio o como adjetivo (“voy a tomar un güisqui solo” o “trabajo solo los domingos”).
El argumento central de la RAE para este cambio es la evolución natural del español y la supuesta flexibilidad normativa que esto conlleva. Un argumento que no convence a los más férreos defensores de la tilde obligatoria en “sólo”, como Arturo Pérez-Reverte, quien desde el sillón T de la RAE ha comandado la resistencia “tildista”, respaldada por muchos otros prestigiosos académicos y escritores. Un movimiento que recientemente ha cantado victoria alegando que en el último pleno de la RAE de estos días se permitió usar la tilde “a juicio de quien escribe”, lo que en principio parece un cambio casi imperceptible respecto de la postura anterior de “no hace falta usarla”, pero que tiene profundas implicaciones.
Y es que, hasta ahora, el uso de la tilde en “solo” se penalizaba como una falta ortográfica y se sancionaba con la sustracción de puntos en los exámenes públicos españoles que incluían ejercicios de redacción. Lo que, para los más desafortunados, significaba la pérdida de cupo en una universidad pública o de una plaza en algún empleo con el estado. Una situación que, según defiende Pérez-Reverte, tendría que cambiar a partir de la semana pasada, pues, en su criterio, la nueva aclaración hecha por la RAE invierte la polaridad de la norma y rescinde la naturaleza punible de la tilde en “sólo” como adverbio al introducir la discrecionalidad del autor como factor predominante de la decisión de usarla o no. Una conclusión que la RAE no tardó en rechazar a través de sus portavoces, alegando que nada había cambiado respecto de 2010.
Trece años después, el choque de facciones continúa y la tilde de la discordia se mantiene como uno de los debates más apasionantes de la sobremesa española.
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