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Son bien conocidos sus antecedentes: en la década del cincuenta, el país vivía en toda su intensidad la época de la violencia liberal-conservadora que, según el libro de monseñor Germán Guzmán Campos, Eduardo Umaña Luna y Eduardo Fals Borda –primera Comisión de la Verdad– produjo más de trescientos mil muertos, principalmente entre la población civil, como ha ocurrido en nuestras numerosas “guerras”.
Desde 1949 se había producido una “ruptura institucional” cuando Ospina Pérez cerró el Congreso aduciendo que su funcionamiento era incompatible con el mantenimiento del orden público y cuando el liberalismo se alistaba a hacerle un juicio político por los episodios de violencia que entonces se vivían.
En 1950, Laureano Gómez fue elegido “en solitario” por cuanto el liberalismo no tuvo garantías tras el asesinato del hermano de su candidato, Darío Echandía. El 13 de junio, cuando se produjo el golpe del comandante del Ejército al presidente titular –dentro de la misma línea de “ruptura institucional”– hubo tres presidentes. No fue un típico “cuartelazo” por cuanto estuvo inspirado por sectores políticos. Al comienzo, el liberalismo sintió alivio por lo que se vivía con la dictadura civil y el propio Echandía lo calificó como “un golpe de opinión”. Pronto, Rojas gobernó con los políticos conservadores y cometió gravísimos errores como la masacre de los estudiantes en 1954, la clausura de El Tiempo y El Espectador en 1955 y la barbarie del circo de toros en febrero de 1956. Los antiguos antagonistas liberales buscaron la forma de deshacerse del usurpador mientras Alberto Lleras y Laureano Gómez terminaron reuniéndose en España. En 1956, López Pumarejo concibió lo que sería el Frente Nacional en una convención en Medellín. Un paro patronal precipitó la caída de Rojas que ya había sido abandonado por otros sectores, incluida la iglesia católica. El 10 de mayo, Rojas dejó el poder en manos de una Junta Militar por él mismo escogida. Esa junta, asesorada por los jefes de los partidos políticos, invocando el Estado de Sitio –como se haría después, en el 90– creó una “Comisión Paritaria de Reajuste Institucional” para restablecer el cauce jurídico de la Nación y convocó un “plebiscito”, figura no contemplada entonces, para que los colombianos votaran un texto jurídico.
Así lo hicieron el 1 de diciembre de 1957, cuando por primera vez votaron las mujeres. La participación fue superior al setenta por ciento del censo electoral.
Para poner fin a la violencia fue necesario acudir a una institución antidemocrática como la paridad, en virtud de la cual, por más de diecisiete años, el poder, en todas sus expresiones, se repartía entre liberales y conservadores. Ese fue el “precio de la paz”. Pero también un pacto de impunidad. Nadie respondió por las barbaridades de la violencia. Una ruptura institucional se resolvió con otra. Además, por los nefastos antecedentes de las “constituyentes”, estableció que solo el Congreso podía cambiar la Constitución mediante el sistema de las dos vueltas. Esa norma, votada por doce millones de ciudadanos en 1957, fue desconocida en 1990 para dar paso a la Constituyente, convocada inicialmente por decretos de Estado de Sitio.
Estableció las carreras administrativa y judicial que solo vinieron a cumplirse parcialmente muchos años después. Sacó a los políticos de la integración de las altas Cortes, lo que fue reversado en 1991. Se consiguió la “paz”, pero luego se generaron los factores desencadenantes de las otras violencias que aún no logramos resolver: probablemente porque no se ha encontrado la mejor manera de hacer compatible los valores de la paz y la justicia.
En todo caso, son buenas lecciones para hoy, cuando se busca –otra vez– conseguir la “Paz Total”, con probable detrimento de la justicia.
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