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Hasta cuando las informadas prédicas de los ecologistas fueron arreciando, acicateadas por el cambio climático y la degradación medioambiental, logrando hacer eco en los diversos encuentros de gobernantes, al punto de convertir tan oscuro pronóstico en axioma o verdad evidente de aquellas que para su validez, no requieren de demostración alguna.
De esta manera el mundo entero ha pasado a medir la huella del agua, llamada entre nosotros con el nombre de “huella hídrica”, indicando con ella la cantidad de agua indispensable para el sostenimiento del estilo de vida de cada habitante; un indicador inventado por el científico holandés Arjen Hoekstra, docente de la Universidad de Twente y adoptado por las Naciones Unidas como parámetro de valor universal.
De manera tal que nuestra existencia futura solo podrá seguir siendo calificada como sustentable si disponemos, -de acuerdo con dicha unidad de medida-, del agua necesaria para todas y cada una de las actividades que la conforman y gastemos únicamente tal cantidad, pues de lo contrario estaremos “festinando o despilfarrando” un recurso que cada vez va a ser más escaso.
Advirtiendo sí, para la cabal inteligencia de la gravedad de tal situación, que la referida medición no debe limitarse a aquella cantidad del líquido que diariamente destinamos al aseo y la alimentación, sino a la totalidad de nuestras circunstancias que requieren de elementos que a su vez demandan de agua para fabricarse o producirse.
Es así como la confección de una prenda destinada a nuestro vestido o una hoja de papel para nuestro trabajo rutinario o la producción de un kilo de carne, el cultivo de una pera, una manzana o un grano de nuestro fruto insignia, el café, necesitan varios cientos de litros de agua, al punto que la cantidad que cada ser humano precisa en su “huella hídrica promedia al año”, según ya se estima universalmente por el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF), es de 1 ́240.000 litros de agua o sea 1.240 metros cúbicos, equivalentes a la mitad del contenido de una piscina olímpica, medida que para Colombia y hasta hoy, apenas ha sido estimada en 800 metros cúbicos por persona al año.
Lo cual torna ilusorios el desarrollo y el bienestar económico de quienes aspiran a explotar minas de oro en zonas de alta montaña donde existen importantes nacimientos de agua, sin pronosticar perjuicio seguro al hábitat en términos de contaminación, cuando no de destrucción.
Igual a lo que debe ocurrir con cualquier otro proyecto que conlleve ingredientes de depredación o daño irreparable a nuestros recursos o sea que apenas estamos en tiempo de detener la destrucción de nuestras fuentes de agua, obligándonos a un radical cambio cultural, mediante el cual obtengamos el conocimiento del verdadero valor de tan preciado líquido para nuestra subsistencia.
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