En días pasados Julio Sánchez Cristo abrió los prestigiosos micrófonos de su W Radio para hacer una encuesta sobre las preferencias electorales de sus oyentes frente a los candidatos presidenciales que con flotador en mano se lanzaron al agua.
Una vez que la polvorosa bruma mediática se desvanezca por entre las grietas de la próxima indignación nacional de turno y que amaine el temporal provocado por la lengua desbocada de un dueño de restaurante cuyo estilo chabacano le ha sabido traicionar al aire, nos quedará el mismo problema de siempre, nuestro lastre eterno.
En un país donde la igualdad es una de las principales banderas que se enarbolan con la boca llena de satisfacción para presumir de nuestra democracia ante las demás.
La poca afluida presencia de cadáveres en las noticias del mediodía tras el desplome del edificio Space puede ser el espejismo engañoso que disminuya en nuestras retinas el impacto de lo sucedido la pasada noche de octubre 12.
Este parece ser un buen momento para reconocer, con el patrocinio del hastío de cualquier colombiano de a pie, que los honorables congresistas de nuestra humilde nación son los seres más despreciables que hayamos visto jamás.
¿Qué se debe tener en la cabeza para acabar con la vida de alguien solo porque salió a la calle con la camiseta del equipo rival al de uno? Nada, tal vez un poco de aire para amortiguar el eco, pero en esencia sólo estamos frente a un gran recipiente hueco y hermético donde no hay cabida ni siquiera para el sentido común.