Como todos sabemos terminó en la horca en 2006 y si existiera el infierno su alma tendría que estar a fuego lento. Pero algo bueno tenía, sí, tomaba las decisiones gubernamentales sin pedir permiso a nadie, ni siquiera a Washington (a pesar de que durante largos años fue un aliado importante), así lo demostró en 1990 cuando invadió a Kuwait como castigo por sobrepasar la producción y el refinado de petróleo, puesto que esto hacía que el precio internacional del crudo estuviese por debajo de 25 dólares.
Tal hazaña duró poco. Rápidamente fue obligado a retirarse por EEUU y Gran Bretaña, que descargaron armas de destrucción masiva, desde sus aviones dispararon más de novecientas mil cargas con uranio sólido 238, una sustancia nuclear que produce un efecto colateral: causa cáncer. La ONU impuso un severo embargo que arruinó el país y martirizó con rudeza a la población, fue tal la rigurosidad que generó desabastecimiento de alimentos y medicinas. Un equipo de expertos estadounidenses estimó que en sólo los primeros ochos meses de sanciones murieron 47 mil niños menores de cinco años por falta de medicinas. Irak quedó desbastado. Su espacio aéreo fue cerrado, diariamente lo sobrevolaban con aviones de guerra. Así, el Consejo de seguridad de la ONU obligó a Hussein a renunciar a las armas de destrucción masiva y a los misiles con un alcance de más de 150 kilómetros, lo cual hizo, tal como lo certificó la Agencia Internacional de Energía Atómica en 1998.
Pero vino el 11 de septiembre de 2001 y el presidente George W Bush declaró la guerra al terrorismo, invadió Afganistán y dos años más tarde consideró que la tarea de su padre en Irak había quedado inconclusa, alegó la existencia de armas de destrucción masiva y en las Azores, junto con Blair y Aznar, ordenó la invasión. Esta semana se cumplieron 10 años de esa guerra y su resultado es patético. Obama reconoce que 4.500 militares estadounidenses perdieron la vida, que 30.000 resultaron heridos, que millón y medio de civiles y militares implicados en las operaciones enfrentan problemas para readaptarse a su vida y que se gastaron más de 2.2 billones de dólares. Pero hay otro dato más desolador: en esa invasión y en estos diez años de control norteamericano han muerto violentamente 122 mil iraquíes. Es decir, un promedio de 12.200 por año. Todo para qué. Las armas por supuesto nunca aparecieron. Y no aparecieron porque no existían, a Husein duraron doce años desarmándolo. Todo fue mentira. La guerra tenía otras motivaciones. Bush, Blair y Aznar le mintieron al mundo.
Diez años después la democracia en Irak no termina de echar raíces, no se consiguió el modelo democrático prometido por Bush y el terrorismo se ha instalado en el país, a diario hay atentados. Los iraquíes (suníes, chiíes y kurdos) continúan sufriendo, tanto o más que con Hussein. Lo único es que Irak sigue siendo el tercer productor mundial de petróleo y el segundo con las reservas más grandes, después de Arabia Saudí, y el petróleo está por encima de los cien dólares barril.
Cómo habrían sido de diferentes las cosas si hubiere prevalecido la cordura. A Hussein lo habría echado su pueblo, como a Ben Ali en Túnez o Hosni Mubarak en Egipto. Bagdad, que llegó a ser una de las ciudades más bellas en la antigüedad, es una ruina llena de alambres, sin servicios públicos decentes y miles de desempleados. El viacrucis de este pueblo no termina; sin embargo, los responsables del desastre permanecen incólumes, incluso posan y pasan como estadistas, cuando en realidad tendrían que estar ante una corte penal. Algunas veces, muchas por desgracia, la justicia apenas cojea.
Comentarios