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Dejando atrás las cuarenta y nueve oportunidades en que se han realizado, -salvo alguna ocasional interrupción-, sin advertir el tremendo valor social que ellas pueden llegar a alcanzar en cuanto a la espontánea manifestación de una comunidad que definitivamente tiene cierta y definida su vocación por la música y las artes como idóneos medios de expresión de sus estados de alma y que además los usa como pretexto para esquivar el pesimismo que traen consigo el desempleo, la pobreza y el prolongado conflicto que nos asolan.
Poniendo en evidencia la importancia de tales fiestas y su permanencia en el tiempo, pero advirtiendo que ante la degradación que hoy han sufrido dadas su pobreza conceptual y la elementalidad e intrascendencia de su actual contenido temático, ha llegado la hora de que nos interesemos por su mejoramiento futuro.
Demandando con urgencia su superación, se requiere vincular a las fiestas a los conocedores del verdadero patrimonio cultural de nuestra región, para organizar en paralelo a “la pura rumba”, concursos de composición, interpretación e investigación de los diversos géneros musicales; coros, teatro, literatura, seminarios, foros, charlas, cuentería e historia vernácula; costumbres, mitos, creencias y tradiciones; cursos de cocina criolla, y talleres de elaboración de utensilios, instrumentos, materiales y vestuario, así como su exhibición, a la manera de eventos regionales e internacionales que así se diseñan para afirmar la identidad de la región que los realiza.
Y obviamente convocando con tiempo y para ello a sus artistas y artesanos, dotándolos de recursos y asistidos de instructores y diseñadores para producir escenarios, trajes y carrozas con temas distintos de los manidos y faltos de imaginación de las mariposas y florecitas de papel cristal o la chagra campesina tratada de manera precaria y descuidada, y a las matas de plátano y guadua diseminadas por doquier en contravía de la estética y el buen gusto.
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