El regreso de la cordura

Guillermo Pérez Flórez

Esta semana seguí con deleite la investidura de Joe Biden y Kamala Harris. Puse total atención a sus maravillosas reseñas biográficas, vi la llegada triunfal al capitolio de los Bush, los Clinton y los Obama; y de los magistrados de la Corte Suprema y del vicepresidente Pence, para revalidar una elección que el payaso fascista y misógino de Donald Trump tachó de fraudulenta. Disfruté el himno entonado por Lady Gaga y la intervención de Jennifer López. No pensaba que la elección y posesión de un presidente de los EE UU pudiera despertar en mí tanto interés y vastísima alegría. Pero los tiempos cambian y uno cambia con el tiempo.
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Pertenezco a una generación que creció odiando al imperio debido a sus propias acciones, como haber patrocinado el golpe de estado a Salvador Allende, para instalar en el poder a un sátrapa servil a sus intereses; o haber asfixiado a Cuba e intentado asesinar más de cien veces al hombre que tuvo la osadía de recuperar la dignidad de un pueblo al que habían convertido en un burdel; o por haber financiado la contra nicaragüense canjeando armas con cocaína y dinamitado sus puertos marítimos para torpedear la revolución que le puso fin a la tiranía de un mal nacido, vástago de otro malnacido. Célebre es la frase de Franklin D. Roosevelt, refiriéndose a Somoza padre: “Sí, es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, repetida por Henry Kissinger para referirse al segundo Somoza. Esas cosas y muchas otras hicieron que millones personas en el mundo los odiaran. Un odio cosechado con mérito luego de esparcir las semillas. Pero ya lo dijo Hölderlin: “Allí donde crece el peligro, crece también la salvación”.  

En mi caso personal nunca hubo un odio ciego. Y si por mis venas corría inquina por mis arterias fluía admiración. Admiración por sus ‘padres fundadores’, en particular por Washington, Adams, Jefferson y Franklin. Hombres que forjaron el sueño de una sociedad incluyente y democrática, en donde los privilegios de cuna no determinan el destino de las personas; admiración por su capacidad de emprendimiento y por ver en las estrellas el límite de sus sueños. Dos líderes han contribuido significativamente a que esa admiración se acrecentara y a que se diluyeran los residuos de antipatía: Roosevelt (obviamente no Teodoro, Franklin, el hombre del New Deal) y Barack Obama. El primero por la agudeza para superar una de las más grandes y angustiantes crisis económicas de la historia; y el segundo, por su empeño en tener un mundo más comprometido con la paz y la libertad. Su decidido apoyo al proceso de paz en Colombia y el restablecimiento de las relaciones con Cuba me hicieron creer que se inauguraba una nueva era. Recuerdo bien su célebre discurso en la Puerta de Brandemburgo en 2013: “Ningún muro puede contra los anhelos de justicia, los anhelos de libertad, los anhelos de paz que arden en el corazón humano”, así como su histórica visita a La Habana.

Me pregunté por qué la alegría del pasado miércoles, y la respuesta fue: porque está de regreso la cordura y las irritantes e incendiarias arengas de intolerancia, sectarismo y odio están siendo derrotadas. Ha renacido la esperanza. ¡Larga vida al emperador!

GUILLERMO PÉREZ

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