Tomo en préstamo el título del célebre poema de John Donne y de la novela de Ernest Hemingway, para referirme al estado de salud de la democracia colombiana, tras las pasadas elecciones. Y lo hago convencido de que este asunto amerita, como lo dije hace cuatro años y hace ocho y hace doce, y como lo venimos diciendo luego de todas las elecciones, un profundo debate.
La democracia colombiana se encuentra bajo asedio. No es la primera vez, por supuesto. Desafortunadamente, las imperfecciones de nuestro sistema político electoral son históricas, tanto que una de las creencias más extendidas y consolidadas se basa en la ya antigua sentencia de que “el que escruta, elige”. La desconfianza popular no es nueva ni mucho menos infundada, y ha dado lugar a grandes índices de abstención electoral que casi siempre sobrepasan el cincuenta por ciento.
Ya lo hemos dicho, pero volveremos a decirlo una, dos y cuantas veces más sea necesario: la Nación no puede seguir pensando como Luis XIV, “el Estado soy yo”. No. La Constitución del 91 dice que el municipio es la entidad fundamental del Estado, y eso debe aceptarse y reconocerse no solo en la ley sino por la propia ciudadanía y dirigencia política.
La corrupción política se ha vuelto estructural. Es sistémica. Un cáncer que corroe los cimientos de la institucionalidad democrática y de la sociedad misma. Para derrotarla se requiere transformar radicalmente la forma como está organizado el Estado, y esto, muy difícilmente podrá hacerse a través del Congreso. Así como suena, por crudo y duro que parezca, especialmente teniendo en cuenta que quien esto escribe es aspirante al senado de la República.
En Colombia históricamente ha existido desdén por lo local. Quienes viven en los pueblos son considerados ciudadanos de cuarta y quinta categoría. De hecho, así se clasifica a los municipios, de primera a sexta. Categorías creadas con criterios demográficos y presupuestales, que solo contribuyen a profundizar brechas en el desarrollo territorial y a poner talanqueras a la gestión municipal.
Circulan por las redes fotografías en las que se observa una Toyota de matrícula MCN-557 con propaganda al senado de Óscar Barreto, presuntamente entregando mercados a electores potenciales en barrios populares. Este tipo de conductas tipifican un delito, ‘corrupción al elector’, consistente en ofrecer o entregar dádivas para determinar el voto de los ciudadanos.
Se dice que Colombia es un país de regiones. Y eso es verdad. La accidentada geografía nacional, única en el continente, configura no uno sino varios países.
Recibí esta semana un respetuoso mensaje del exsenador Mauricio Jaramillo, en el cual me recrimina por las afirmaciones de mi columna pasada, en donde califiqué de traición al Tolima la decisión de apoyar a un candidato de Caldas al Senado. Pese a que su mensaje es privado, el asunto es público, y por ello me voy a referir a algunas de sus consideraciones. Dice Jaramillo que mis opiniones son injustas y banales, y que desconozco su compromiso con el liberalismo y el departamento; que la decisión de votar por un caldense se tomó ante la imposibilidad de tener un candidato tolimense que obtuviese 80 mil votos, la votación que él estima como mínima para obtener una curul, y que no todos tienen mi suerte, que a pesar de mi “escasa capacidad electoral, le han dado un lugar de privilegio en la lista del Nuevo Liberalismo”.
Uno de los desafíos que tiene el país es que todo el pueblo de Colombia tenga voz en el Congreso Nacional. Esto es algo que quiso la Constituyente del 91, creando circunscripciones especiales, como la de los indígenas en el Senado, la de afrocolombianos en la Cámara y las de colombianos residentes en el exterior, a cuya población le arrebataron un cupo.