39 años

Hoy se conmemora un año más de la catástrofe más devastadora en Colombia: la avalancha que borró del mapa la población de Armero y en la que murieron alrededor de 25.000 personas.

La tragedia transformó profundamente la vida de los colombianos y en especial de los tolimenses. En los años posteriores, los sobrevivientes debieron reconstruir sus vidas en lugares diferentes, pero año tras año vuelven al lugar que todo les quitó, para rendir homenaje a los familiares y amigos que perdieron la vida en 1985.

La catástrofe despertó la solidaridad de los colombianos y de gobiernos de muchos países y organizaciones de cooperación internacional que se volcaron para entregar donaciones económicas y en especie (ambulancias, equipos médicos y de rescate, ropa, materiales de construcción), desarrollar proyectos productivos y construir barrios. Por su parte, los tolimenses les brindaron hospitalidad, les abrieron las puertas de sus hogares y les entregaron ayudas.

La catástrofe enseñó que, si bien fenómenos naturales, como erupciones volcánicas o terremotos, no se pueden predecir, si es posible mitigar sus efectos sobre la población y se pueden salvar miles de vidas, con sistemas monitoreo, la implementación de sistemas prevención y atención de desastres, así como la organización de comités de riesgo en empresas públicas y privadas. De igual forma, los canales oficiales y los medios de comunicación juegan un papel fundamental para que los ciudadanos estén informados y conozcan la manera de reaccionar durante una emergencia. 

Los colombianos tenemos que convivir con el riesgo. A manera de ejemplo, recordemos que muy cerca a Ibagué está el Machín, uno de los volcanes más explosivos del mundo, y en cuyos alrededores viven muchas familias. Así mismo, el pasado lunes, en Necoclí (Antioquia) hizo erupción un volcán de lodo que afectó a 109 familias.

Aunque el país ha avanzado en materia de prevención y monitoreo de fenómenos naturales, en lo que se refiere al ordenamiento del territorio, a la aplicación sobre las normas del uso del suelo y al control urbano, aún hay mucho camino por recorrer, pues, pese a la existencia de leyes, las situaciones riesgosas no se controlan. La tala de bosques, las invasiones en las rondas de los ríos, las construcciones en zonas de alto riesgo no se han detenido; por el contrario cada vez hay más asentamientos ilegales y más usos de suelo no permitidos. Además, existe una deficiente planificación territorial y las instituciones estatales carecen de los recursos suficientes para trasladar a lugares seguros a quienes residen en peligro por amenazas naturales (basta mencionar las más de mil familias asentadas en las riberas del Combeima que deben ser reubicadas). 

De manera que el paso siguiente es trabajar más en la planificación del territorio, en el cumplimiento de las normas sobre usos de suelo, en la destinación de recursos suficientes y en impedir que crezcan asentamientos en áreas de riesgo.

El Nuevo Día

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