El sol del Catatumbo quema más que el asfalto en verano, y Carlos, Andrés, Laura y Javier lo saben mejor que nadie. Con 35 años, manos de campesino y un bolso casi vacío, cargan con él la historia de un desplazamiento que no elige, sino que le toca.
Entre balas que llueven más que el agua y promesas que se disuelven como azúcar en café frío, Colombia sigue bailando su eterno vals entre la paz y la guerra.
Me senté en mi mecedora destartalada mientras veía cómo Petro reunía a sus ministros en una maratón de 48 horas, más larga que las filas del Transmilenio en hora pico.
Me desperté esta mañana con los calzoncillos al revés, y no fue por los tragos de anoche sino por la inseguridad que nos tiene a todos durmiendo con un ojo abierto y el otro perdido en el noticiero.
Me desperté esta mañana con los calzoncillos al revés, y no fue por los tragos de anoche sino por la inseguridad que nos tiene a todos durmiendo con un ojo abierto y el otro perdido en el noticiero.
Queridos lectores de este periódico que sobrevive como el peso colombiano, devaluado pero resistiendo, hoy les escribo con el corazón más arrugado que billete de mil en bolsillo de estudiante a fin de mes.
¡Ah, Pegasus! Ese querido software de espionaje que nos recuerda que en Colombia siempre hay algo que ver y escuchar más allá de las telenovelas de Amparo Grisales, y no hablo de las muñecas de la mafia.